Ermitaños urbanos
El ermitaño es aquel que realiza con inclinación voluntaria y continua (es decir: «profesa») un apartamiento más estricto del mundo en oración continua, penitencia, soledad y dedica su vida a Dios y a la salvación del mundo.
Si el ermitaño realiza los tres consejos evangélicos mediante voto público podrá ser reconocido por el derecho canónico como tal.
No obstante, cualquier persona podrá profesar igualmente la vida eremítica ya que si no lo hace de esta forma «oficial» no llevará una vida menos eremítica por no haber realizado los votos en público.
Para ayudarnos junto con la Eucaristía y la Palabra a cumplir la voluntad de Dios en una vida apofática no es imprescindible una fuga geográfica sino una huida religiosa renunciando a lo que en el mundo se consideran bienes: riqueza, poder, placer, para de esta manera poder elegir los bienes del alma.
No se busca esta forma de vida ni mucho menos, por comodidad, ni timidez, ni dificultades, ni miedo…sino para tener una entrega más desinteresada.
La oración y el silencio en una buhardilla o un pequeño piso en la ciudad se puede vivir más en soledad que si viviéramos en el campo…es el eremitismo urbano como forma de vida consagrada a Dios para, conociéndolo mejor a Él, podamos conocernos mejor a nosotros mismos y entregarnos a nuestros hermanos para no perder el sentido de consagración, compromiso y entrega de nuestras vidas.
No será difícil seguir una Regla que incluya los sacramentos, un horario, el recogimiento, silencio,las actitudes de la jornada.
No será difícil continuar con nuestros trabajos en recogimiento, en oración contínua.
Si no tenemos suficientes medios de subsistencia no será difícil hacer en nuestros eremitorios algún trabajo manual que nos ayude económicamente.
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La Palabra de Dios no escoge como cauce ordinario el poder mundano, ni siquiera cuando -indebidamente- se ha mezclado con el ministerio eclesial; sino los
hombres de fe que rezan en la soledad y aridez del desierto, o sea de la independencia frente a todo poder mundano.
(Misal de la Comunidad. I Festivo. Pág.49.Ed. Paulinas)
MEJOR ES REFUGIARSE EN EL SEÑOR
QUE FIARSE DE LOS HOMBRES
MEJOR ES REFUGIARSE EN EL SEÑOR
QUE FIARSE DE LOS JEFES.
(Salmo 117)
HORARIO
6,30.- Comienzo del día. Laudes.
7, 00.- Desayuno y lectura.-meditación.
9,00.- Eucaristía. Trabajo y estudio..
13,30 Sexta. Almuerzo.
16, 30. Nona. Trabajo y estudio.
20,00.- Vísperas. Oración.
21,00.- Cena
22,00.- Completas. Retiro nocturno.
SANTA TERESA DE JESÚS
Santa Teresa en el capítulo 6 de su “Castillo Interior o Las Moradas” nos viene a decier que el alma, especialmente cuando está sola con Dios, por una parte tiene una gran seguridad y por otra parte teme que la engañe el demonio de manera que pueda ofender al que tanto ama.
Dios da a estas almas un deseo grandísimo de no descontentarlo ni hacer imperfección si pudiese y por esto el alma querría huir de las gentes con gran envidia de los que viven y han vivido en los desiertos… por otra parte querría el alma meterse en mitad del mundo para dar voces publicando quién es este gran Dios.
VIDA EREMÍTICA.
Los eremitas de hoy viven en la ciudad
Su número crece cada día. Pasan su vida en oración, no temen la pobreza y rechazan cualquier jerarquía. Su fuerza está en contradecir el espíritu del tiempo. La Iglesia ha decidido reintegrarles en el Derecho Canónico. Lo que no quieren es, justamente, ser noticia. Buscan el silencio y la discreción. Su puerta permanecerá cerrada para quien se acerque como periodista, o simplemente como curioso. Tengo el privilegio de conocer a algunos personalmente, pero no tendría acceso alguno a sus escondrijos si violase la promesa de no dar nombres ni direcciones. De todos modos, si alguien quiere buscar su rastro, que no los busque en lugares inhóspitos: es mucho más probable que los encuentre en las buhardillas de los centros metropolitanos. Me refiero a los eremitas. Han regresado por la puerta grande, su número crece cada año, aunque pocos lo saben, como es obvio, dado su empeño en pasar desapercibidos. La Iglesia, en cambio, sí sabe de ellos, y ha decidido volverles a dar un sitio dentro de su estructura, pues el Código de Derecho Canónico de 1917 los había ignorado. No por hostilidad, sino porque parecía que formaban parte de una página cristiana, larga y gloriosa, pero definitivamente cerrada.
Una página que se inició cuando en Oriente miles de creyentes huyeron al desierto o a las montañas: grutas y chozas se llenaron de solitarios que luchaban tanto contra leones y serpientes como contra diablos tentadores. La fama de sus ayunos, de las penitencias, del silencio ininterrumpido provocaba la afluencia de discípulos, y con frecuencia el solitario se veía obligado a acogerlos, creando –a veces contra su voluntad– una comunidad a la que dar una regla. También fue éste el destino de quien en Occidente iba a ser el origen de la forma de monacato que marcaría los siglos siguientes beneficiosamente. Benito de Nursia empezó como eremita pero su misma fama de santidad le sacó de la cueva y le forzó a transformarse en maestro y legislador de cenobios.
La Edad Media se llenó de eremitas, muchos de los cuales encontraban su sustento guardando cementerios, puentes o santuarios. El declive comenzó con el Concilio de Trento, que desconfió de los anacoretas porque eran incontrolables, y concluyó en el Siglo de las Luces y la Revolución Francesa que persiguió a estos «parásitos asociales» a los que también consideraba «fanáticos oscurantistas». En el siglo XIX el eremita quedará relegado a ser casi un personaje de novela romántica, al estilo Conde de Montecristo. Dentro de la Iglesia, la vocación a la soledad había quedado canalizada desde hacía tiempo a través de órdenes religiosas como las de los cartujos o los camaldulenses, en las que el aislamiento va unido con la comunión con los hermanos en la oración y en la conversación.
Se decía que el silencio de Código eclesiástico de 1917 era significativo: ya no quedan anacoretas, fuera su regulación. Y en cambio, esta vocación –rara, pero insuprimible– desde luego no había desaparecido, sino que se incubaba bajo las cenizas, de modo que el nuevo Código publicado en 1983 ha tenido que levantar acta. En el segundo inciso del canon 603, la Iglesia reconoce oficialmente a los ermitaños como «consagrados» si «mediante voto u otro vínculo sagrado, profesan públicamente los tres consejos evangélicos (pobreza, castidad, obediencia) en manos del Obispo diocesano», y si el mismo Ordinario del lugar les aprueba una regla que ellos mismos hayan redactado. Una legislación light, con requisitos mínimos, pero tal y como es obligado para una elección de vida inspirada por la obediencia a la Iglesia y a la lectura más rigurosa del Evangelio a la vez que por la libertad y la autonomía de los hijos de Dios que siguen una vocación particular y del todo personal.
Las estadísticas son difíciles, por no decir imposibles: aunque se les conoce, muy raramente los ermitaños responden a los cuestionarios. Ahora ha aparecido la investigación de los jesuitas americanos en las páginas de su revista cuatrimestral para consagrados Review for Religious. Hay que reconocer que esos religiosos americanos han tenido cierto éxito, pues de una muestra de 600 eremitas en todo el mundo han conseguido 140 respuestas. Una miseria para cualquier otra categoría social, pero todo un éxito dentro de la anómala categoría de los ermitaños, que si nos atenemos a las valoraciones fiables, contaría en todo el mundo con veinte mil personas. En Italia de mil a mil doscientos, divididos casi igual entre hombres y mujeres. La inmensa mayoría es católica, aunque no faltan otras confesiones cristianas y otras confesiones. Como alguien ha señalado, el anacoreta es el más ecuménico entre los creyentes porque recupera –viviéndolos todos los días– los valores que unen todas las confesiones: oración, penitencia, sacrificio, ayuno, alejamiento, contemplación
Parece que entre los nuevos ermitaños italianos también se cumple lo que revela la investigación americana, según la cual, solamente un dos por ciento ha elegido vivir en cuevas o sitios por el estilo, como galerías subterráneas. Ni la mayoría se encuentra en el campo o en las montañas. En realidad, el mayor número de los ermitaños actuales es «metropolitano». La gran ciudad es el verdadero sitio de la soledad, del anonimato, del combate silencioso contra los nuevos demonios. La mayoría tiene entre cincuenta y sesenta años, y son rarísimos los que están por debajo de los treinta. No hay más que recordar el viejo proverbio: «A joven ermitaño, viejo diablo». Todos los maestros de la vida espiritual han enseñado siempre que una vocación así distingue a una élite de hombres y de mujeres particularmente experimentados. De hecho, en el eremitorio no se tiene el apoyo de una comunidad fraterna; la soledad y el silencio constantes son un gozo sólo para quien realmente ha sido llamado; ni siquiera se cuenta con un hábito o un distintivo. No sólo: la obligada pobreza se convierte muchas veces en miseria, sobre todo para quienes han encontrado en la ciudad su «desierto», dado que el anacoreta buscará huir de toda «dispersión», y por tanto, de los trabajos en fábricas u oficinas, con lo que vivirá de las pequeñas cosas que pueda hacer dentro de sus modestísimas cuatro paredes. Esto casi nunca asegura unos ingresos suficientes para que una vida no se deslice desde la pobreza hasta la indigencia. Ésta es una de las razones por la que muchos esperan a tener una edad suficiente para una pequeña pensión, aunque sea mínima, que les permita cultivar en paz su propia vocación. En general tienen más suerte para el sustento diario aquéllos que tienen su cabaña en el campo. Todas las experiencias dan fe de que los inicios son difíciles por la desconfianza de los paisanos que se preguntan quién será ese «forastero» extraño que, por lo general, tiene un aire distinto (la mayoría tiene título universitario), que no recibe visitas, que no tiene ni teléfono ni televisor, que se va a la cama con las gallinas y se levanta con el alba y que sólo cruza con los demás –párroco incluido– las mínimas palabras indispensables. De modo que la primera visita, por lo general, es la del policía local, alertado por las observaciones de los vecinos. Después, poco a poco, se acepta al «forastero» como un miembro de la comunidad, algo extraño. Aunque la mayoría son laicos, también son numerosos aquellos sacerdotes, frailes o monjas que llegan a la vida eremita tras muchos años en comunidades tradicionales. Son los más afortunados, pues una vez que se les concede el permiso para dar el paso a esta nueva forma de vida, suelen tener la ayuda de la familia religiosa de la que provienen.
Pero, ¿por qué una elección así? Lo primero que hay que decir es que se trata de una vocación, una llamada, que ha florecido de nuevo por reacción a la borrachera «comunitaria», «social» que ha arruinado muchos ambientes religiosos. El exceso de insistencia en el compromiso con el mundo y el desbordamiento de las palabras, habladas y escritas, han llevado a muchos, por contraste, a redescubrir la fuerza de la oración y el gozo del silencio. El ermitaño da su vida por cosas «inútiles» según el mundo y, desgraciadamente, también según cierto eficientismo cristiano actual. La sencilla regla que él mismo se escribe, y que si quiere somete a la aprobación del obispo, prevé, sobre todo, horas de oración, de lectura espiritual, de meditación. Prevé vigilias, ayunas, penitencias, renuncias. En el ermitaño hay un rechazo radical de la lógica mundana, para la cual sólo la acción, la política, el compromiso social, las inversiones económicas pueden cambiar el mundo para mejor. Él, por su parte, ha respondido a una llamada que le ha hecho comprender hasta el final que sólo quien entrega su vida la salva, y que el modo más eficaz de amar y de ayudar es el de sepultarse bajo el anonimato, el silencio, la impotencia, creyendo hasta el fondo en los misterios vínculos de la «comunión de los santos». Creo que esto es lo que quería decir la inscripción que vi en la pared de la habitación de un anacoreta en una casa deteriorada del corazón de Turín: «El que va al desierto, no es un desertor». Nada de un desertor, sino más bien un creyente que, en vez del activismo constructivo sólo en apariencia, ha decidido practicar la forma más alta de caridad en la perspectiva evangélica: la oración ininterrumpida por todos, en la soledad y en el silencio más radicales. Vittorio Messori.
EL ERMITAÑO URBANO
Los monjes y muchas otras personas cuando realmente quieren evolucionar espiritualmente se convierten en ermitaños, porque es la única forma de estar alineados y enfocados con la perfección de Dios a cada instante de nuestra corriente de vidas.
Ahora bien, todos los humanos no nos podemos ir a un templo ó ir a encerrarnos en una cueva en las montañas para lograr nuestra Evolución Espiritual.Por lo tanto debemos convertirnos en lo que llamamos, Los Ermitaños Urbanos.¿Como se logra esto?Le pedimos a nuestra Presencia Superior «Yo Soy» que nos enfoque en la cosas que realmente son importantes en nuestras vidas para poder evolucionar espiritualmente y de seguro nos vamos a encontrar haciendo un análisis de todas nuestras actividades, actitudes y creencias.Tienes que mirarte desde afuera como si no estuvieras involucrada en todas las cosas que haces o eres. Mira los toros desde las gradas. De esa misma forma te está mirando tu presencia «Yo Soy».Cuando hagas esto, allí donde habían dos personas (personalidad y divinidad) solo va a haber una y es tu propia Divinidad en acción.Desde arriba revisa tus actividades extracurriculares y elimina aquellas que no aportan nada a tu evolución.
Las cosas que tienes que hacer de todas maneras como ir al súper, al médico, al colegio de los hijos, a los cursos que estás tomando, tu trabajo, pagar las cuentas, ir al cine, a la playa u otras actividades de esparcimiento, utilízalas para bendecir el bien de todos los que están en el mismo lugar que tu, bendice el núcleo del átomo de sus corazones para que ellos brote la tríada de llamas, inclusive puedes ayudar a sanar a cualquiera que esté resfriado o que padezca de cualquier otra enfermedad visible. Puedes ayudar a las personas que te circundan que lo necesiten ya sea que te lo pidan o no, ayudándolas con palabras, pensamientos o con acciones o simplemente en silencio.
Debes tomar en cuenta que cuando bendices algo ya sea cosa, persona, situación ó circunstancia debes hacerlo mencionando el bien de dicha cosa, persona, situación ó circunstancia.
Mantente alerta constantemente y cuando se te presente alguna circunstancia o situación ya sea de inarmonía o de alegría pregúntate como actuaría la parte perfecta de ti mismo y procede a pensar, sentir y actuar de acuerdo a ella.
Este es un entrenamiento diario, constante y continuo, es lo que llamamos el ermitaño urbano.
De esta forma no te involucras emocionalmente en ninguna circunstancia, ves las cosas desde fuera, te ubicas en un nivel de evolución superior a la mayoría de las personas que te circundan.
Es como si estuvieras viviendo en una cueva en las montañas totalmente desligado del mundo material pero viendo por una gran pantalla todo lo que pasa acá y tomando las acciones pertinentes para servir a la humanidad.
Es una forma de vivir en este mundo más no pertenecer a él, ya que son los niveles superiores de existencia a los que realmente pertenecemos, como seres espiritualmente eternos que somos.
Acuérdate que la materia es espíritu en el punto inferior de la manifestación y espíritu es materia en su punto más elevado.